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Cuando la heroína y ‘coca’ fueron legales en México

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Cuando las drogas se legalizaron en México, Lola la Chata se puso rabiosa. Desde principios del siglo XX había distribuido drogas en la ciudad de México, pero la venta de “enervantes” por parte del gobierno a precios de mercado puso al negocio en jaque. A los dos días de que abrieron los dispensarios para repartir heroína, los viciosos dejaron de surtirse con ella.

Lola no pudo más que ofrecer un piloncito a los clientes leales, pero no fue suficiente. Entonces bajó los precios. Qué más daba sacrificar un poco de ganancias. Pero el negocio seguía por los suelos. Fue así como empezó a amenazarlos. En actos desesperados perseguía a los viciosos por la calle, les decía que los mandaría golpear, los mataría si no se surtían con ella. Nada parecía tener efecto.

 

Luego de años de trabajo, experimentos científicos, reuniones con abogados, policías y grupos moralistas, algunos médicos del Departamento de Salud lograron convencer al presidente de que la mejor manera de terminar con el mal de la “toxicomanía” era legalizar. Debían establecer un monopolio estatal sobre la distribución de drogas y tratar a los toxicómanos como enfermos, “un mal necesario de nuestra civilización.”

Así, el 17 de febrero de 1940, el gobierno de Lázaro Cárdenas publicó un nuevo Reglamento Federal de Toxicomanías del Departamento de Salubridad Pública, en el Diario Oficial. La exposición de motivos de la ley era muy elocuente:

“Considerando… Que la práctica ha demostrado que la denuncia [de la ‘toxicomanía’ y el ‘tráfico de drogas enervantes’] sólo se contrae a un pequeño número de viciosos y a los traficantes en corta escala, quienes por carecer de suficientes recursos no logran asegurar su impunidad; Que la persecución de los viciosos que se hace conforme al reglamento de 1931 es contraria al  concepto de justicia que actualmente priva, toda vez que debe conceptuarse al vicioso más como enfermo al que hay que atender y curar, que como verdadero delincuente que debe sufrir una pena; Que por falta de recursos económicos del Estado, no ha sido posible hasta la fecha seguir procedimientos curativos adecuados con todos los toxicómanos, ya que no ha sido factible establecer el suficiente número de hospitales que se requiere para su tratamiento; Que el único resultado obtenido con la aplicación del referido reglamento de 1931, ha sido el del encarecimiento excesivo de las drogas y hacer que por esa circunstancia obtengan grandes provechos los traficantes…”

Iban por su dosis

En términos prácticos, el nuevo reglamento implicó arduos trabajos para los médicos del Departamento de Salud. Por ejemplo, cerraron el Hospital de Toxicómanos que estaba al ladito del hospital psiquiátrico de La Castañeda porque era un centro de rehabilitación muy insuficiente, y porque sabían que ya podrían seguir su vida normal, mientras obtuvieran sus dosis de heroína, morfina o cocaína adecuadamente en los dispensarios. Los mandaron a sus casa.

También dejaron ir a quienes enfrentaban algún cargo penal. Muerto el supuesto de delito, se acabó la rabia. Al mismo tiempo, tuvieron que abrir dispensarios para suministrar dosis diarias y levantar un padrón de toxicómanos en las cárceles para mandarles sus ‘toquecitos’ .

Uno de los dispensarios más concurridos estaba en la calle de Sevilla 33. El espacio estaba lejos de ser lujoso. Era una pequeña pieza, donde atendía y disponía el doctor Martínez, un médico experimentado, sensible y diligente. Se hacía bola en jornadas de hasta 12 horas de trabajo con sus dos ayudantes, la doctora Clotilde Oroci Bacien y el joven doctor José Quevedo. Desfilaban toda clase de personas, 500 diarias en promedio.

En otros dispensarios, como el de la calle de Versalles que estaba un poquito mejor puesto. En el de Sevilla, en cambio, había mecánicos, carpinteros, albañiles, vagabundos y hasta uno que otro raterillo. La doctora Oroci se impacientaba fácil. El trabajo era duro para tan poco personal, pero el doctor Martínez no parecía compadecerse, quería todo en orden, cada consulta al dedillo, cada cosa en su lugar. Se la pasaba entre la atención a los enfermos y los regaños.

De repente, llegaba un paciente cojo todo desaliñado.

—Doctorcito, buenos días.

—Buenos días hijo, ¿cómo te sientes?

—Malo, muy malo…

El señor no terminaba de acomodar sus muletas al lado, cuando el doctor ya tenía preparada la ampolleta del número 20 con 10 mililitros de alcaloide. Le pedía el brazo y clavaba la aguja en la carne negrusca.

—¡El que sigue!

Mientras llegaba el siguiente echaba otro grito.

— ¡Echen afuera a los que ya se inyectaron! ¡Y cuiden de recogerles las fichas porque pueden doblar!

No estaban para despreciar dosis.

La doctora Oroci nomás refunfuñaba, porque para colmo de males los periodistas en busca de la nota del día empezaron a llegar con su bombardeo de preguntas.

En eso también llegó un muchachito de 16 años. Un chamaco imbe

rbe. Se acercó al doctor Martínez, se remangó la camisa y recibió su dosis. Al periodista Miguel Gil se le estrujó el corazón. ¿Cómo era posible que un muchachito tan joven fuera tan vicioso?, preguntó y recibió como respuesta la confirmación de que, como solían decir en aquella época, se debía a la “infamia de los traficantes”.

El muchacho era alfarero, trabajaba diario, ganaba 1.75 pesos al día y se gastaba buena parte del sueldo en su dosis. Si no se inyectaba, sentía que se le acalambraban los huesos. Todo había empezado apenas unos meses antes.

—¡Mano, prueba de esto! ¡Ándale mano, se siente repiocha con esto! —le dijo un amigo del barrio al alfarerito.

—¿Qué es?

—Póntelo… verás que te digo la pura verdá…

Al principio se la dieron gratis, ya luego cuando la necesitaba empezaron a cobrar. Miguel Gil se turbó con la historia. Las preguntas se agolpaban en su cerebro de reportero, pero el doctor Martínez estaba tan ocupado que no podía atenderlo. Habían otros tres periodistas y los pacientes se arremolinaban.

La explicación médica

Miguel Gil suplicó al doctor José Quevedo que lo atendiera. Se sentía intrigado por su aspecto: era alto, fornido, frente abultada, ojos oscuros e inquietos, “brillaba en ellos la inteligencia”. El joven médico pidió que lo siguiera a su despacho. Ahí inició una larga y clarísima exposición de los razonamientos detrás de las nuevas leyes:

“La situación brevemente dicha es ésta: hemos llegado al convencimiento de que para que el toxicómano pueda cumplir con minimum insignificante de sus obligaciones vitales necesita del uso de la droga… Esta es la única forma de conseguir su felicidad. Si se le priva de ella, es decir, si se le prohíbe usarla tiene que hacer mayor esfuerzo para adquirirla por lo que resulta mayormente explotado… “La idea generalmente admitida por nosotros es que el toxicómano es producto de la organización capitalista en que vivimos, y conste que no soy comunista…

“Es un mal social necesario y la única manera de asimilarlo a la sociedad en que tiene derecho a vivir, es colocarlo dentro de un régimen de legalidad… ” Y así siguió Quevedo con su explicación,basada en 10 años de estudios sobre el tema.

Además, los toxicómanos evitarían “la doble explotación del traficante y del policía”. Al romper el encanto de la prohibición se iría disminuyendo el consumo y, sobre todo, el tráfico ilegal de drogas en todo el país.

Así quebrantarían el poder de traficantes como Lola la Chata, quien despertaba especial tirria entre los médicos. Era la principal distribuidora de heroína, cocaína y mariguana de la ciudad de México.Todo mundo sabía que llevaba años en el negocio que le enseñó su madre en La Merced.

Cuando las drogas fueron legales en México, los traficantes como Lola andaban que no los calentaba ni el sol. Los medios de comunicación celebraron la iniciativa en editoriales entusiastas por la vanguardista política, como el del 23 de marzo de EL UNIVERSAL.

Por esas mismas fechas, Estados Unidos suspendió la exportación de drogas para fines médicos a México. Las malas noticias llegaron hasta el Presidente en telegrama. El gobierno entabló conversaciones diplomáticas pero las autoridades de EU se mostraron intransigentes. El 7 de junio de 1940, Lázaro Cárdenas suspendió el Reglamento. El Diario Oficial del 3 de julio decía: “con motivo de la guerra actual se ha dificultado grandemente la adquisición de… drogas, ya que de los laboratorios de los países europeos es de donde directa o indirectamente se ha venido abasteciendo el Departamento” de Salubridad Pública, por lo que “mientras dure la guerra europea, el expresado Departamento se encuentra con la imposibilidad de poder cumplir con el reglamento de que se trata.”

Ya después a nadie le importó seguir golpeando el negocio de Lola, cuando lo fundamental era conseguir medicinas gringas porque, por la Segunda Guerra Mundial, el abasto proveniente de farmacéuticas alemanas se había dificultado.

Los médicos que trabajaron en dispensarios se regresaron a sus labores cotidianas. Los viciosos escribieron cartas desde las cárceles para que el Presidente se compadeciera. Qué le costaba mandarles sus dosis a los que estaban en el padrón. Todo fue inútil.

Lola pudo mantener sus negocios, y en el Departamento de Salud empezaron a mostrarse más abiertos a operativos policíacos agresivos. Fue aprehendida ocho veces entre 1934 y 1945. A pesar de la ayuda de los estadounidenses en el juego policiaco, siguió haciendo negocios al igual que sus hijas durante décadas.

Los médicos resistieron el embate de la visión policiaca hasta 1947, cuando se dejó de hablar de la toxicomanía en México. Y luego vino el reino de la PGR , con una visión diferente sobre el tema de la fármacodependencia y el narcotráfico.

fuente eluniversal.com.mx

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