Don Juan detiene abruptamente sus pasos cuando descubre en pleno Andador Turístico al elefante. Con curiosidad infantil escudriña el pequeño cuerpo rechoncho, verde, de orejas como conchas de nácar pegadas a la cabeza.
No satisfecho, su mano temblorosa palpa la piel de bronce. Siente cada una de las figuras zoomorfas y humanas que recubren al paquidermo.
En la transitada calle, frente a la sede del antiguo Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca, don Juan está extasiado con el animal. Sus ojos pequeños brillan y se hacen grandes frente a la trompa enroscada y la boca de dientes cuadrados, que enmarcan una sonrisa burlona.
Como si temiera despertarlo de su letargo, los rodea con pasos cansinos. Despacio, muy despacio, mira cada una de sus muescas, las palpa, las registra en su mente, sin prestar atención al trajín de la gente en la transitada calle.
Con toda paciencia acerca el rostro al elefante para escucharlo barritar, pero viejo y arrugado como él, el animal no emite ningún sonido, solo sonríe, mientras dos gatos alegres se introducen por sus orejas.
En la calle de cantera verde y edificios coloniales el artista Fernando Andriaccí ha instalado un zoológico mágico y hermoso, con un cocodrilo de mármol, un sapo cubierto de libélulas, un pequeño caballo verde, una enorme libelula y hasta un minotauro sonriente de haber escapado del laberinto de Dédalo, pero a don Juan solo le interesa el elefante.
Y no el elefante de color café gigante que recibe a los turistas en la esquina de Alcalá e Independencia, donde viajeros y oriundos se toman la foto del recuerdo, no. Solo el pequeño, el verde, que lo mira con una sonrisa imperturbable.
Tampoco le interesan las calaveras gigantes montadas sobre piedra, de la exposición «Migrantes», las mujeres y niñas representadas en el dolor del éxodo, el sufrimiento de la expulsión, la amargura del olvido. No, don Juan solo tiene tiempo para el elefante.
Bajo el calor atroz, que trata de proteger un pequeño sombrero tipo Panamá, el hombre no sale de su asombro. Con los ojos clavados en la estatua, no emite ninguna palabra. Está tan asombrado, que el elefante solo sonríe.
Transcurren diez, quince minutos, y don Juan no sale de su asombro. Algo lo atrapó del pequeño mamífero, pero nadie sabe qué. ¿Su roñosa y tatuada piel?, ¿Su aspecto juguetón?, ¿Su vientre boludo cargado de personas y animales imaginarios?
Con dolor, el hombre se despide. La morena mano alcanza la trompa enroscada. La acaricia con una calidez sobrehumana, con un amor perceptible hasta para los escépticos. Sin duda, lamenta no poder llevarla a casa y, como todo amante genuino, parte de manera brusca.
En silencio encamina sus pasos por la larga avenida, pero el sentimiento lo traiciona y vuelve, de vez en vez, la mirada al pequeño elefante verde, que sonríe pero ahora con un dejo de amargura.
FUENTE noticiasnet.mx